domingo, 23 de septiembre de 2007

NO VALORAMOS LO QUE TENEMOS (Capitulo 1)

Mucha gente a dicho que el ser humano es insaciable. Dicen que mientras más bienes materiales tenemos, mas luchamos por adquirir. Recuerdo cuando vivía en mi campo. En Novillero, en el municipio de Luperón, en la provincia de Puerto Plata. Mis padres eran una ama de casa, que además, ayudaba a mi padre en un pequeño colmado que tenían o laboraba en la crianza de cerdos. Estos eran parte de la economía familiar, tanto para el consumo como para la venta. Ella también dirigía los quehaceres de los otros oficios. La recuerdo como una gran gerente. Tenía en cuenta la cocina, se encargaba de diseñar el ordeño de la vas las vacas. Todos mis hermanos tenían tareas asignadas. Mi padre fue un agricultor, comerciante e intermediario en la compra y venta de tabaco. Estando yo muy pequeño recuerdo que residíamos en una buena extensión de terrenos. Mis padres querían que sus ocho hijos estudiaran. Yo era el séptimo. Pero debíamos trasladarnos a cuatro kilómetros para recibir la docencia. Los primeros cursos fueron en la escuelita de la comunidad. Esos eran los tiempos en que en el país daban el queso y las galletas de la Alianza Para el Progreso. Eso fue tras la invasión norteamericana de 1965. El centro educativo no tenía piso y era de dos aulas con pupitres de madera. Los cursos no estaban divididos. Techada de cana y tabla de palma. Mi maestro era mi padrino de bautizo. Un hombre alto, con un tremendo don de mando. Inspiraba respeto el maestro miro. También la maestra Cleotilde, una dulce mujer con paciencia de Job para entendernos a todos. Esos recuerdos me hacen pensar en las travesuras que hacíamos teniendo entonces seis o siete años de edad. Nos escapábamos en ocasiones a la lagunita. Una reserva de agua que en principio se formó sola y luego ampliada por los residentes de la comunidad. Con el paso del tiempo se fue haciendo cada vez más grande. Tanto así que ahora tiene diez tareas de tierra a la redonda de extensión. Es una reserva de natural. Dicen que es la laguna más grande del país. Las Secretaría de Agricultura la declaró como un patrimonio. Allí nos bañábamos a escondida de nuestros padres. O nos íbamos a un río que estaba como a seis kilómetros de casa. Pero el agua fue escaseando. El río secó. Pero ante eso y por las sequía de cada verano descubrimos entre las montañas un manantial de agua natural. Ese fue el fenómeno de una comunidad carente del preciado líquido. Durante meses estuvimos cargando agua en burros de allí. Pero era medio salada. Entonces cuando esta escaseó comenzamos a buscarla en mulos o burros hasta ocho o diez kilómetros en el pueblo de Luperón. Los lugareños acercando el agua pagaron una tubería y trasladaron las redes hasta la entrada del pueblo. Allí hicieron una tina donde llevábamos las reses. Pero era muy pequeña cuando iban muchas vacas. Más cosas de ahí no nos podían faltar. Pues claro vinieron otros problemas, en una ocasión llegó el cólera porcino y fueron sacrificados todos los cerdos de la comunidad. Los vecinos lo mataban en masa para evitar que la enfermedad llegara. Era una disposición de las autoridades. Algunos llegaron al colmo de esconderlos. Esos animales que se llevaron a los montes se volvieron salvajes luego. Las terribles sequías amenazaban cada año, la cría de ganado y cerdos. Debíamos llevar el ganador a comunidades vecinas para no dejar que murieran de sed. De lo contrario la falta del líquido y de pasto terminaba con la vida de los animales que daban la vida a nuestros parientes. Mis padres se trasladaban a río San Juan donde arrendaban una finca, por uno o dos meses. Allí trasladabamos los animales en camiones. Serían tres o cuatro horas de viaje. Pero significaba un costo económico muy alto para ellos. Algunos residentes de la zona utilizaban la algodonera para el pastoreo. Nada más parecido al medio oriente donde se alcanzan a ver a los pastores de ovejas. Pasar un día completo debajo del sol era agotador y desgarrante. Recuerdo a los muchachos de mayor edad que yo, con los labios rotos por el sol y el viento. También hacía mucho polvo. Había que estar allí para que las reses no se confundieran una con otras, porque eran ciento de ellas que eran llevadas a esa gran finca estatal donde se cultivaba algodón.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario